viernes, 6 de septiembre de 2019

Taroa un destino de Colombia


Conozca Taroa, la otra punta de Colombia
Una punta de arena amarilla donde las deudas de sangre se cobran por varias generaciones y la sed se calma más fácil con whisky que con agua. Los hombres que viven de pescar tiburones, langostas y tortugas, poco a poco son arrastrados por la alucinante bonanza del contrabando y la marihuana. Archivo.

Desde el primero de enero las mujeres de Taroa se visten con 6 yardas de luto. Jacobo Arens, pariente de todos en el pueblo, fue asesinado cuando apenas comenzaba este año. A mediados de febrero todavía se hacía esta advertencia a quien cruzara por el Cabo de la Vela: **No se arrime por Taroa, hay guerrilla de indígenas, los Arens y los Epiayú se están aniquilando». Para entonces los muertos sumaban 7.
Taroa, el pueblo más septentrional de Colombia, parece sacado de una historia del árido oeste. De tanto soportar tormentas de arena, su color es amarillo grisáceo. Las casas de pardo bahareque, desperdigadas sin orden, forman calles atestadas de botellas y latas vacías.
Al fondo, casi sobre las dunas que dan al mar, sobresalen por su tamaño dos edificaciones: una sirve de escuela, la otra de centro de salud. Las consiguieron, al decir de los «paisanos», a cambio de votos. En el centro de salud, de cuatro habitaciones casi vacías, adornadas con afiches donde se enseña cómo cocinar las verduras, se receta aspirina para todos los males. «Aquí no se ven sino los restos de la droga que sobra en Colombia.
Por eso si alguien se enferma y hay medios, se le lleva a Nazareth; si no, al cementerio va a parar», dice Elvira, la enfermera, quien a los 30 años ya la señalan en el caserío como a una mujer «quedada». Ella recuerda que hace un año llegaron hasta allí funcionarios del gobierno, les dictaron un curso de nutrición, y les enseñaron que debían comer verduras y frutas. En medio de una burlona carcajada que deja ver unos dientes blancos y parejos, como los que lucen todas las mujeres guajiras. Elvira exclama: «Que nos traigan una motobomba para regar la tierra, a ver si así nos da frutos».
Aunque la imagen del viejo cacique ya no existe en La Guajira, Jacobo Arens desempeñaba en la práctica este papel en Taroa. «Era como nuestro papa», afirman. Unos lo admiran porque, a pesar de que a pocos kilómetros hacia el oriente la gente se enriquece en el negocio de la marihuana y al occidente vive del contrabando, Arens había mantenido a su pueblo incontaminado. Por esta misma razón unos pocos lo odiaron en silencio.
Desde el día de su muerte, cuando se apartaba el sol y salía la luna, los hombres de Taroa se reunían en la casa del difunto, temerosos de un nuevo ataque. Unos se acomodaban en el cobertizo, tomaban tinto, bebían whisky y jugaban a las cartas, mientras los otros, sentados en una butaca, a espaldas de la casa, pasaban la noche vigilando, «echando la vista para allá por si venía el enemigo a rondar».
«Ellos estaban tristes y arrepentidos por su tío, por su familia» explicaba uno de los «de adentro», al hablar de la actitud pasiva y retraída de los que estaban contra la pared de bahareque. Por su apariencia parecían los parientes pobres. Todos ellos, de cutis cobrizo, lucían una extraña mezcla de hombres de desierto y hombres de mar. Brazos fuertes y musculosos de tanto arrojar y recoger las redes y ojos llenos de pesadumbre, siempre entrecerrados para protegerlos de la arena y el viento. Los más viejos vestían guayuco sostenido con una faja tejida en crochet y adornado con borlas de vivos colores.
El resto, los que aprendieron a sentir vergüenza, llevaban camisa y pantalón. Esperando el amanecer, entre sorbo y sorbo de café, hablaban de su trabajo. De la pesca de tortuga que abandonaron por las riñas y el fuerte viento; de las pieles de tiburón secándose al sol en las pesquerías, para envolver luego el pescado; de las langostas que atrapan buceando con guantes de «tripa de carro (como llaman a los neumáticos) y de la prolongada sequía que los obligaba a quemar las espinas de las tunas para dar de comer a los rebaños y al ganado.
De la guerra en que estaban envueltos poco hablaban. Sólo señalaban la ofensa marcada todavía en el techo de zinc de la casa de los Arens: tres agujeros dejados por balas de fusil el 31 de diciembre. Al día siguiente, Jacobo, acompañado de otros de su casta, fue en calidad de «palabrero» a demostrar su inconformidad por los hechos y a arreglar por las buenas según «la ley del cobro». Los Epiayú los recibieron con fuego. Jacobo cayó al suelo. Sus hombres respondieron y cuatro del bando ofensor también murieron ese primero de enero.
Así nació en La Guajira un nuevo odio que tal vez se prolongará por generaciones. El funeral de Jacobo Arens, además de lloros y lamentaciones, trago y reses muertas, estuvo colmado por deseos de venganza. Es la ley del guajiro: «orijuna lo hace, orijuna lo paga». Apenas el primer día del año que viene Taroa cambiará de color. Las mujeres volverán a cubrir sus tostados cuerpos con mantas de vivos colores y amarrarán sus cabelleras negras y brillantes con alegres pañoletas. Las 6 yardas de luto permanecerán en el fondo de los baúles hasta que otro taroqueño «libere su espíritu».
UN DESIERTO INFRONTERIZO
En la Alta Guajira es más fácil beber un vaso de whisky que uno de agua. Desde el Cabo de la Vela, pasando por Punta Gallinas -el desolado lugar donde comienza Colombia – hasta los pueblos de la sierra, se hace realidad esa vieja denuncia: en La Guajira, hombres, animales y plantas mueren de sed.
15 días después de iniciado el verano, todo el invierno que se ha recogido en canecas, albercas, jagüeyes y riachuelos, comienza a evaporarse y los indígenas emprenden su romería, con sus cabras y sus reses, en busca de una gota de agua o de un árbol para protegerse del sol.
A pesar de las promesas, los pobladores de esta zona, rica en aguas subterráneas, deben cavar pozos, como lo hacen desde épocas inmemoriales, Durante los 10 meses que dura el verano se les ve en pequeños grupos, en cuclillas entre los médanos y, con una pica y una concha de tortuga que les sirve de garlancha, van sacando tierra hasta formar la casimba.
La labor puede durar varios días; por eso van siempre con los rostros oscurecidos con «jutepa» (polvos que hacen con hongos), para protegerse del sol. «Los nativos, conocedores del lugar, saben dónde el agua se da dulce y dónde salobre.
Al comienzo sale buena, pero luego de tanto sacarla cambia de sabor y toca fabricar un nuevo pozo». El indio vive en un lugar hasta cuando puede aprovisionarse del líquido. Cuando el verano se prolonga, sin dejar llegar el invierno, las reses y las cabras, a pesar de estar acostumbradas al temperamento de la tierra», empiezan a morir, y el guajiro, sediento y con hambre, se va para Venezuela en busca de trabajo.
Semanalmente, todos los martes, 9 buses-escalera recorren las polvorientas calles de Taroa, Puerto Estrella y Nazareth, recogiendo hombres, mujeres y niños ilusionados con el trabajo, que se paga «muy bien» al otro lado. Lino González, curtido de experiencia, habla con amargura: «Nosotros no tenemos fronteras, somos infronterizos. Como el gobierno de Colombia nos abandonó y el de Venezuela nos protege, nos vamos para allá.

Aquí sólo nos ponen trampas para impedirnos trabajar. Llenan esto de buques pesqueros y nos dejan a nosotros sin nada. En nuestro país estamos fracasados, mientras allá nos permiten ser albañiles, jornaleros y vendedores y nos regalan tierra si queremos sembrar. Las mujeres se colocan de jardineras o de servicio en las casas. Pero nosotros los guajiros somos los únicos que podemos hacer esto. Hasta nos fían si no tenemos los 25 bolívares para el pasaje. En cambio, a los colombianos que pasan sin papeles, les dan garrote. Los paisanos jamás se quedan por allá. Juntan unos bolívares y regresan porque ellos nunca olvidan su casa».
El viaje a Riohacha no sólo es difícil por no existir transporte fijo por esa ruta, marcada apenas en la mente de los nativos, sino porque, como afirman los paisanos, «en Colombia no se consigue nada». La comida, las provisiones, hasta el gas, lo adquieren más barato en Venezuela. Los camiones cargados de tortugas, pargo, tiburón y bagre, que cruzan entre nubes de polvo el desierto, tampoco toman camino a Riohacha. La mayoría van a Maracaibo, donde pagan mejores precios.
Es tanta la penuria en que viven los pequeños pastores y los que pescan con redes alquiladas, que muchos de ellos abrigan la esperanza de convertirse, según el rito guajiro, en maridos de una de las Iguarán. «La ley guajira es muy bonita cuando uno se casa con una mujer rica. Uno da la dote, hasta de 500 mil pesos, pero como los padres tienen plata le dan a uno después casa, carro y todo lo que necesita. Con una mujer pobre, no sirve. Se pagan 5 mil pesos pero no se recibe después nada».
LAS NUEVAS PESADUMBRES
«El contrabando le dio vida a La Guajira», es el decir. Por esto, de un año para acá, en que al ejército «le dio por no dejarse comprar», Puerto Estrella, Portete y Bahía Honda, lugares adonde arrimaban los buques cargados de mercancía de Aruba y Curazao, han empezado a morir.
La advertencia de Venancio Ruiz Iguarán, un hombre acabado, con la piel forrándole los huesos, cae como oscuro presagio: «Ojalá a esos pueblos no les suceda lo que a Puerto López, que cuando dejó de ser puerto libre y Maicao le robó su fama, fue borrado por el mar y la arena. Todos se fueron. Los pocos que quedaron pegados a su tierra, viven en un pueblo al que la arena le tapó las paredes y el salitre le quitó las puertas y las ventanas».
Este anciano, al igual que todos sus paisanos en sus años jóvenes, conoció Jamaica, Panamá, Aruba y Curazao, trabajando de marino en los buques de contrabando. Su padre, el primer Ruiz que llegó a La Guajira, vino de Curazao atraído por el negocio del dividivi y de las pieles, que prosperó a comienzos de siglo. «Venían muchos barcos extranjeros, pero después de la Segunda Guerra no volvieron. Se acabó todo y esto quedó solo», dice con nostalgia.

Además del contrabando, los pobladores de los rancheríos en la Alta Guajira viven al acecho de los buques que encallan con frecuencia en la costa acantilada. Pedro Robles, el solitario habitante de Punta Gallinas, ha visto, cómo inmensos buques son devorados por el mar. «Un día encalló un petrolero y al cabo de un rato estaba vuelto pedazos.
La Shell de Venezuela mandó una gabarra para salvar el petróleo que aún no había caído al agua. Alcanzaron a llevar 4 viajes antes de que el navío se hundiera por completo».
Robles es el celador del faro que avisa a los marinos el peligro. Recibe 8 mil pesos al mes por limpiarlo y cambiarle cada año la bomba de gas que lo alimenta. Como el trabajo es poco, pasa ocho días allí, en la pieza de bahareque que le sirve de casa, y los 8 siguientes en Taroa, donde tiene a sus mujeres y sus hijos. «Un barco atrapado entre las rocas atrae gente de toda La Guajira.

Los que tienen equipo de buceo se llevan la mejor parte. Nos hemos adueñado de buques cargados de ganado, de ropa, de artefactos eléctricos, y una vez de uno que traía tantos relojes que alcanzaron para todos los habitantes de Taroa y Puerto Estrella», relata reviviendo cómo las embarcaciones son desvalijadas por completo. No hay un rancherío en esta costa que no luzca como trofeo una pieza de un barco encallado.
Saber de las riquezas que yacen bajo sus pies aumenta la vieja pesadumbre del guajiro. «Tenemos gas, tenemos carbón, tenemos sal, talco, pero no creemos ya nada en nuestro gobierno. Otros son los que han puesto el ojo en La Guajira». Como Rebeca Iguarán, que lleva la cuenta exacta de los extranjeros que han llegado hasta Puerto Estrella buscando petróleo y gas, cada habitante de la península sabe quiénes y cómo les están saqueando sus riquezas.
Revista diners (2019). Conozca Taroa, la otra punta de Colombia (Articulo). Recuperado de https://revistadiners.com.co/viajes/68635_conozca-taroa-la-otra-punta-de-colombia/

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Los 25 lugares más bellos de Colombia

Diners conversó con cinco expertos en viajes, quienes nos dieron destinos que son desconocidos para la mayoría de colombianos. ¿Usted qué ...